Artículo para el Nº 16 de FD Magazine. Por Amanda González
Podría parecer un acto de desagravio. Después del mal sabor de boca que dejó a la mayoría de cinéfilos y amantes de la historia, la película de Salvador Calvo, 1898: Los Últimos de Filipinas, se hacía necesario desempolvar aquella vieja historia que, a través de nuestros abuelos, nos había sido narrada desde el coraje que enardeció los corazones de un pueblo y los impulsó a sobreponerse al desastre del 98, y desde la nostalgia de guerras pasadas donde la necesidad y los ideales eran la base de unos valores hoy desaparecidos. Había que poner en valor aquella historia, y en estos tiempos que vivimos, en los que prima el sensacionalismo por encima de la verdad, se hacía necesario abordar la gesta de los Héroes de Baler desde el rigor histórico. Quienes conozcan lo que sucedió durante el
asedio, saben que la historia tiene material suficiente como para no necesitar aderezarla con sargentos crueles ni con hermosas indígenas enamoradas de los nuestros. Que haberlas, las hubo, claro, pero no tan inocentes como las de la película de Antonio Román estrenada en 1945, ni tan perversas como nos las pintaba el ya mencionado Salvador Calvo en 2016. Para cuando estalló la revuelta, no es que hubiera una exótica presencia española en Filipinas y las nativas se deshicieran en atenciones hacia los extranjeros, sino que Filipinas era tan española como Burgos o Logroño, y las relaciones humanas entre quienes allí convivían entraban dentro la naturalidad. Así que, con estos mimbres, se quería dar a conocer la grandeza de los Héroes de Baler desde la verdad y la justicia histórica; y es que en 2019 se cumplía el 120 aniversario de la gesta y ni el Ejército de Tierra, ni el escultor Salvador Amaya iban a dejar pasar más tiempo para conmemorar la hazaña de los Héroes de Baler con un monumento público que trascendiera al tiempo y a nuestra generación, y recordara de forma perpetua que España mantiene viva la memoria de quienes se dejan la piel y las entrañas por la patria.
Como no podía ser de otra forma, Augusto Ferrer-Dalmau respondió a la llamada y quiso aportar su talento al proyecto. Las reuniones entre los artistas, pintor y escultor, para definir como se representaría la gesta, se fueron sucediendo durante las semanas que precedieron al encargo en firme por parte de la Fundación Museo del Ejército. El monumento tenía que representar una hazaña, la resistencia de 52 hombres en terreno hostil, el abandono al que se vieron sometidos, el respeto a las ordenanzas, la responsabilidad de defender el territorio español, el coraje con el que aquellos soldados cumplieron con su deber más allá de las consecuencias, y la presión que soportaron durante un asedio en una iglesia que, a pesar de lo humilde de su construcción, fue su refugio y hogar durante 337 días. Demasiadas emociones. Demasiada grandeza. La dificultad de representar artísticamente un episodio tan épico, que a día de hoy se estudia en las academias militares de todo el mundo, se hizo patente, y es que, como siempre en estos casos, la fuente de financiación iba a ser un problema. Se decidió recurrir a una suscripción popular, o campaña de micromecenazgo como se conoce actualmente. No sólo se pretendía recaudar fondos sino también dar la oportunidad a la sociedad civil de formar parte de un proyecto que conjugaría arte e historia, y sobretodo, participar de un propósito colectivo de los que hacen país. Un proyecto común que aportaría cohesión a una nación demasiado fracturada.
Con un objetivo presupuestario realista, Ferrer-Dalmau realizó un boceto del monumento con una sola figura, y lógicamente no podía ser otra que la del oficial superviviente cuyo carisma hizo posible la resistencia. Su nombre era Saturnino Martín Cerezo y su graduación, la de Segundo Teniente. Cuando el beriberi comenzó a hacer estragos entre los asediados, Martín Cerezo quedó como último oficial al mando. Su formación, ejemplaridad y unas cualidades personales singulares hicieron posible que el grupo se mantuviera compacto y sin fisuras. No hay que olvidar que aquel grupo de soldados sobrevivieron casi un año en condiciones extremas, inmersos en un conflicto armado y poniendo a prueba día a día su resistencia física y espiritual. No alcanzamos a imaginar las sensaciones y pensamientos que recorrían los muros de la iglesia de Baler pero seguramente allí dentro, se puso de manifiesto lo mejor y lo peor del ser humano. Y si prevaleció lo bueno, tengan ustedes por seguro que el responsable de ello fue Martín Cerezo.
Los pilares del monumento comenzaron a tomar solidez en el mes de noviembre de 2018. La estructura metálica que soportaría el peso de la arcilla, iba adoptando las líneas básicas a base de alambres y soldadura. Compases, plomadas, escuadras de dimensiones colosales y cintas métricas reposaban en el suelo del estudio durante los escasos momentos en que se les daba descanso. El respeto por las proporciones y el equilibrio en la estructura es algo que el escultor, Salvador Amaya, cuida desde los cimientos de la obra, desde que la concepción de una imagen tridimensional gira en su cabeza y aturde la capacidad de sus sentidos para cualquier cosa que no sea dar volumen a los espacios vacíos. Esos huecos en el espacio fueron llenándose con materia arcillosa hasta que una aproximación al boceto se hizo patente, y dio comienzo el tiempo en que dar sentido y movimiento a las formas se convierte en un ejercicio de pura creatividad. La figura de Martín Cerezo cobraba vida a la vez que tomaban forma los pliegues de sus ropas. La fuerza en sus piernas traspasaba la densidad de la materia y se vislumbraba la tensión de sustentar el peso de un cuerpo dispuesto a presentar batalla. Los brazos parecían agitarse al son de las órdenes que salían de la garganta de aquel hombre de barro y sólidos principios. El torso giraba en un movimiento helicoidal permitiendo su visión desde cada uno de los 360 grados que lo rodeaba. Un rostro reconocible asomaba bajo la visera de la gorra del teniente. Martín Cerezo volvía a la vida entre las manos de un artista.
La realidad hizo acto de presencia. Al proceso creativo le sigue la consolidación de los detalles, y es ahí, donde los teóricos de la Historia elevan o abaten una obra de arte. No deja de resultar curioso que se anteponga la veracidad de un humilde botón a la concepción global de una creación cuando de escultura se trata, pero quizá en tanta inclemencia por parte de la crítica radica el éxito, no en vano la exigencia autoimpuesta por el artista persigue alcanzar la excelencia. Aunque el proyecto contaba con el respaldo del Instituto de Historia y Cultura Militar, se hacía necesario recurrir a un asesor histórico con quien poder consultar cualquier duda y a cualquier hora del día, la inspiración es imprevisible y suele aparecer de forma inesperada. El coronel Guerrero Acosta se convirtió en el experto en quien confiar la uniformidad y el equipo. Detalles que pasarían desapercibidos posteriormente como el emblema del Regimiento de Cazadores número 2 en el cuello mao de la guerrera, o más visibles como el revolver Orbea número 7 hubo que modelarlos a escala 1:1,5, la misma con que se estaba construyendo el monumento. Por la noche, cuando la luz de los focos incidía sobre la visera dela gorra y ésta dejaba en penumbra la mirada de Martín Cerezo, parecían oírse disparos y los desgarradores gritos del combate. El taller se oscurecía como si la exuberante vegetación de la isla de Luzón lo cubriera todo y un aroma a musgo impregnaba cada centímetro cúbico de aire. Cualquiera hubiera jurado escuchar en la lejanía a una tagala tararear la famosa habanera “yo te diré” lamentándose por no poder estar con su amado.
Mientras el taller se convertía en un espacio donde dar rienda suelta a la fantasía (también a las frustraciones y noches de insomnio), la fundación Museo del Ejército se encargaba de gestionar la campaña de micromecenazgo que financiaría los gastos del monumento. No fue tarea fácil. Las aportaciones individuales, aun siendo muy numerosas, no cubrían el monto total, así que la Fundación se encargó de que grandes empresas quedaran seducidas por el proyecto y completaran el presupuesto previsto. Por otro lado, desde el Cuartel General del Ejército se realizaban las gestiones oportunas con el gobierno municipal de la ciudad de Madrid para coordinar el emplazamiento del monumento, pero nadie contaba con que el proyecto no era del agrado de la corporación y la documentación quedó guardada en un cajón del que nadie supo rendir cuentas.
Los trabajos de modelado concluyeron y los moldes de la escultura se enviaron a la fundición. La escultura se realizaría en bronce, algo incontestable ya que es el material que mejor soporta la intemperie y las agresiones externas. Y el procedimiento empleado sería el mismo que desde hace milenios: fundición en bronce a la cera perdida. Da vértigo pensar que nada ha cambiado desde la Antigua Grecia, pero a la vez aporta una sensación de respeto por la herencia recibida que convierte la disciplina escultórica en uno de los pocos espacios irreductibles en el mundo moderno. Cinceles repasaban el bronce en la fundición, pero a kilómetros de allí labraban el pedestal que sustentaría la estatua. El taller de cantería tenía el encargo de realizar un gran pedestal de corte clásico, sencillo y elegante que embelleciera la escultura pero sin quitarle protagonismo. El frontal, además de la leyenda que identificaba el motivo del homenaje, incluiría un relieve inspirado en el dibujo a plumilla que realizó Martín Cerezo de la iglesia de Baler y dos Laureadas de San Fernando incrustadas en el granito, recordando que tanto al Capitán del destacamento, Enrique de las Morenas, como a Martín Cerezo les fueron concedidas. Ambos motivos en bronce y previamente modelados por Salvador. En los laterales, los nombres de los 49 soldados que resistieron y los tres frailes que, según cuentan las crónicas, aportaron paz espiritual a los sitiados y llegaron a empuñar las armas en un momento dado. Los textos grabados en la cara trasera justificarían todo el despliegue que se estaba llevando a cabo para honrar a los Héroes de Baler; un fragmento del decreto redactado y firmado por Emilio Aguinaldo, lider de la resistencia filipina que merece la pena traer a estas páginas:
“Aquel puñado de hombres aislados y sin esperanzas de auxilio alguno, ha defendido su Bandera por espacio de un año, realizando una epopeya tan gloriosa y tan propia del legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo”
Pues bien, a pesar de que el enemigo les dedicó palabras tan elogiosas, no han faltado quienes gustan de crear polémica donde no la hay, así que en lugar de inaugurar el monumento el 30 de junio, día de la Amistad Hispano-Filipina, hubo que esperar a que se constituyera la nueva corporación municipal para iniciar los trámites de instalación y de cesión del monumento al Ayuntamiento de Madrid. Nadie pensó que los plazos se demorarían tanto cuando en el pedestal se grabó la fecha de 2019, pero la realidad fue que hubo que esperar hasta el 13 de enero de 2020 para inaugurar. Eso si, por todo lo alto. No se recordaba en la Capital, al margen de los desfiles anuales del 12 de octubre, un acto castrense de tal magnitud desde que la Armada inauguró el monumento a Blas de Lezo. El Jefe del Estado Mayor del Ejército y el Alcalde de Madrid presidieron un acto cargado de emoción, donde los allí presentes pudimos escuchar sinceros discursos pronunciados desde el corazón, emocionarnos con un homenaje a los caídos con sus salvas correspondientes y participar del murmullo de aprobación y satisfacción que salía de las bocas de los descendientes de los Últimos de Filipinas que asistieron, por fin, a un reconocimiento público a sus familiares por parte del pueblo español. La plazuela que acogía tan insigne evento nunca se había visto tan sobrepasada, hasta los vecinos, incapaces de bajar a la calle para disfrutar del acto, se asomaban a los balcones para poder ser partícipes de él. Invitados del ayuntamiento, del ejército, descendientes, curiosos, paisanos que habían llegado desde todos los puntos de España se congregaban al calor de cientos de corazones ardientes que latían juntos en aquella fría mañana de enero. Y entre ellos, dos ausencias inexplicables. El autor de la escultura y el autor del boceto apenas alcanzaban a ver lo que sucedía en la distancia. Nunca sabremos qué sucedió para que, llegado el día de la presentación de su obra, no hubiera sitio para ellos. Lo que si sabemos y sabrán las generaciones futuras es que dentro de la estatua, en una cápsula del tiempo, se conservan los recuerdos que han sido creados gracias a este monumento: fotografías del proceso, de Salvador y de Augusto, enseres personales y mensajes de quienes han participado en el proyecto, algún documento formal y quizá el objeto más emblemático, una bandera de España que acoge a todos y cada uno de los que, con mucho trabajo y esfuerzo, en torno a una gesta culminada hace 120 años, han querido honrar a 52 españoles olvidados que salieron de Filipinas vencidos pero con la dignidad intacta.
Objetos contenidos en la cápsula del tiempo
introducida en el monumento
Al cierre de esta edición nos sorprendemos gratamente con la noticia de que un nuevo acto militar, presidido por la Ministra de Defensa, tendrá lugar el 21 de febrero a las 11 de la mañana. Para esta redacción, que cualquier iniciativa que ponga en valor la mejor Historia de España tenga tan excelente acogida entre las más altas instituciones del Estado y sea motivo de alegría generalizada en un país tan fragmentado, es señal de que los españoles aún conservamos la gallardía y pundonor que en tiempos pasados nos convirtieron en un solo escudo contra agresiones externas y en punta de lanza de las mayores epopeyas que ha vivido la humanidad.
Enlace a la revista completa: http://online.fliphtml5.com/dbzuo/rrpe/#p=13