El arte es la materialización de un delirio

El arte es la materialización de un delirio

domingo, 2 de octubre de 2022

El valor artístico de la obra de Juan de Ávalos en el Valle de los Caídos

Llevamos siglos intentando dilucidar qué es arte y es complicado que en apenas unas líneas aportemos la definición perfecta que englobe “eso” que nos altera las emociones, llena nuestros vacíos vitales y nos provoca una sensación de complicidad con el resto del mundo. Eso que podríamos definir como un propósito estético que hace vibrar al alma. Si lo que nos ha llevado hasta aquí es la negación de que el Valle de los Caídos tenga valor artístico, vamos a demostrar en pocas líneas, aquí, que no sólo lo tiene, sino que es referente y paradigma en muchos de sus aspectos.

¿Arte o propaganda?

Podría pensarse que ambos conceptos son antagónicos porque la propaganda significa que la creación artística carece de espontaneidad porque obedece a un fin concreto, pero la Historia del Arte está plagada de ejemplos que desmienten esta sumisión de la creación al fin político. Y no hace falta que nos vayamos a la historia reciente con la colosal alegoría a la Madre Patria en Volgogrado o las esculturas de Arno Breker que daban la bienvenida a la Cancillería del Reich (1), las cuales podrían encuadrarse en medio del mayor conflicto político y bélico de la historia. Retrocedamos a siglos antes, a milenios incluso. Vayámonos al Abu Simbel de hace tres mil doscientos años, donde Ramsés II quiso dejar constancia de su victoria sobre los hititas en la Batalla de Qadesh en forma de grandes relieves que decoraban el templo dedicado a su persona. Ambos bandos reclamaron la victoria, pero Ramsés debió pensar que la balanza se inclinaría a su favor si encargaba realizar unos grandes paneles que narraran a su ignorante pueblo el resultado de la disputa erigiéndose su gobernante como un gran líder y guerrero. Pues bien, a día de hoy, a nadie se le ocurre ver más allá que la grandeza de una época a través del buen hacer de sus artistas, de unas convenciones artísticas características de una sociedad y del gusto estético de la élite gobernante de su tiempo. Ni siquiera Franco, en el Valle de los Caídos se atrevió a tanto. Ni un retrato, ni una inscripción referente a la victoria del bando rebelde, ni una mención a su persona; tan sólo existía una lápida que cubría una tumba que él jamás pidió. En esta misma línea podemos mencionar el Arco de Constantino, recordatorio de su victoria sobre Majencio y construido con materiales artísticos fruto del expolio de monumentos antiguos. Nadie puede dudar de la categoría artística de primer nivel de este monumento a pesar de ser un paradigma de cambio político en su época. Y sin irnos tan lejos en el tiempo y en la distancia, hoy en día se puede visitar el mausoleo del dictador comunista Tito en Belgrado o del fundador del  fascismo, Mussolini, en Predappio. Nadie se lleva las manos a la cabeza porque un pedacito de la historia de un país tenga un hueco entre su patrimonio histórico-cultural. Independientemente de los valores emocionales, positivos o negativos que genere, no cabe duda que el Valle de los Caídos suma un valor artístico innegable, y es que a los trabajos de arquitectura e ingeniería, hay que añadir un programa escultórico sin igual en nuestro país. Si lo que se trata de dilucidar es si en la Basílica de Cuelgamuros es propaganda que exalte el franquismo, la resolución es clara: no existe ningún elemento mueble que mencione a Franco o la dictadura y la tradición cristiana tiene más de dos mil años de antigüedad en España. Por lo que una Basílica no debería ofender a nadie que más allá de sus creencias religiosas pretenda abolir libertades fundamentales como son el derecho a la libertad de culto. Y que el Valle de los Caídos fue ideado por Franco es algo innegable pero el motivo de su concepción no alberga ningún tipo de connotación que favorezca apología de contienda alguna. ABC, en su edición especial dedicada al Valle de los Caídos en 1959 ya hablaba del mismo en los siguientes términos: “construcción de una gran cruz de reconciliación, la erección de un singular monumento donde hallen reposo los restos de los caídos de uno y otro bando, de un gigantesco mausoleo para aquellos españoles que caían en defensa de su ideal”. Un concepto más integrador y que trate a todos los contendientes como hermanos e iguales no se puede concebir.

El programa iconográfico

Antes de entrar en valoraciones estéticas, hagamos una composición de lugar para el lector que no conozca y/o recuerde la disposición de los trabajos escultóricos del Valle de los Caídos.



La gran cruz consta de tres partes: un basamento al que van adosadas las figuras de los cuatro Evangelistas de dieciocho metros de altura, sobre éste, otro más pequeño con esculturas que representan las Virtudes Cardinales, todas ellas obra de Juan de Ávalos, y finalmente la cruz de ciento cincuenta metros de altura. La puerta de entrada a la Basílica es de bronce, y mide diez metros y cuarenta centímetros de alto por cinco metros y ochenta centímetros de ancho. La puerta es obra de Fernando Cruz Solís y en sus relieves presenta escenas de los misterios del Rosario y las figuras de los apóstoles. Sobre la portada, otra escultura monumental de Ávalos: una Piedad de doce metros de largo y cinco de altura. Antes de entrar a la nave, existe un espacio intermedio con dos grandes arcángeles en actitud vigilante, obra de Carlos Ferreira. LA entrada a la gran nave se hace a través de una reja forjada por el artista José Espinós Alonso, que está conformada por tres cuerpos. En los primeros, santos, héroes y mártires; encima, una crestería de ángeles y la imagen de Santiago. La nave está dividida en cuatro tramos, desde donde se pueden acceder a seis capillas que se abren a los lados, donde encontramos obras de Ferreira, Mateu y Lapayese. A los Lapayese, padre e hijo, debemos los trípticos en cuero y las estatuas de los apóstoles. Entre la decoración de las capillas encontramos ocho tapices de la serie del Apocalipsis de San Juan que cubren los espacios murales. Esta valiosa tapicería fue tejida en el siglo XVI por el belga Guillermo Pannemaker y comprada por Felipe II. Desde la nave se asciende al crucero por una escalinata de diez pasos, decorada por esculturas representativas de los tres ejércitos, obra de Luis Sanguino y Antonio Martín. En los laterales del crucero se abren dos capillas con obras de Lapayese. En el centro y en exacta verticalidad con la cruz, está situado el altar mayor con dos bajorrelieves realizados por Espinós, y sobre el altar, una talla de Cristo realizada por Beovide y policromada por Ignacio Zuloaga. Sobre él, una monumental cúpula, obra de Santiago Padrós que sirve de retablo al austero altar.

 

Analizar, una por una, cada una de las obras supone un trabajo prácticamente inabarcable, tanto por tratarse de un elevado número de piezas como por la complejidad de las mismas en un tiempo donde escultores, arquitectos y políticos colaboraban en el proceso creativo. No obstante, por su relevancia y preminencia sobre el resto de obras escultóricas, quiero destacar las estatuas adosadas a la gran cruz y la Piedad que completa la portada de la Basílica.

 

Al pie de la cruz encontramos cuatro colosos representando a los Evangelistas. Esta ingente cantidad de material esculpido no obedecería, en un principio, a un motivo estético, a un ornato que tuviera sentido en sí mismo, sino que servían como transición a las líneas puras de la cruz. Hubiera sido demasiado brusco el paso del remolino y encrespamiento de las rocas al pie de la cruz, y esto hizo pensar en una colaboración arquitecto-escultórica que juntase el logro del efecto estético con la fuerza de la idea teológica. Pero era preciso pensar en unas proporciones desmesuradas, alejadas de los cánones habituales de cualquier creación de estudio, ya que de otra manera la obra estaría destinada a desaparecer absorbida por la magnitud del Valle. Pero, ¿quién podría ser capaz de afrontar un reto de tal envergadura? El primer atisbo de claridad sobre esta cuestión surgió durante la Exposición Nacional de 1950. Allí, un grupo escultórico de medio cuerpo titulado El héroe muerto llamó la atención del general Franco. La espiritualidad de aquella obra, el correcto uso de las proporciones humanas y la definición de los volúmenes en un tiempo donde Rodin seguía siendo la medida de toda creación escultórica, provocó que el arquitecto Méndez visitara al escultor una vez terminada la exposición. ¿Y quién era Juan de Ávalos? Pues alguien no muy sospechoso de ser adepto al Régimen. Exiliado en Portugal y con el carnet número cuatro del Partido socialista en Mérida, Ávalos siempre defendió que el monumento fuera un signo de paz y reconciliación, que no tuviera alusiones militares y que sirviera para dar trabajo a la generación de artistas sacrificada por la guerra.

 

No crea el lector que hubo plena sintonía entre escultor y arquitecto. Si bien Ávalos pretendía incorporar el barroquismo de la escultura religiosa españolas, Méndez apostaba por unas formas rústicas y salvajes, labradas toscamente (2). Finalmente, la combinación de ambas opiniones, dieron como resultado unas obras de gran brío y fuerza expresiva. Los cuatro Evangelistas se yerguen en toda su potencia espiritual en el primer tramo de veinticuatro metros del basamento de la cruz, pero no se muestran solos, sino que cada uno de ellos intercactúa y se integra plenamente con su representación iconográfica. Desde la Edad Media no se daba tanta importancia estética al Tetramorfos, y en esta ocasión se nos revela como protagonistas absolutos de la composición artística. Las referencias que teníamos del Tetramorfos, aparecían unidas bien a un Pantócrator (Cristo-juez) o a un Cristo en Majestad (Varón de dolores). Una vez superados el románico o el gótico sólo encontramos representaciones anecdóticas, y tuvimos que esperar siglos hasta que un artista quiso regalarnos una composición actualizada de un tema que tradicionalmente había estado muy sujeto a los convencionalismos iconográficos. Con una estructura piramidal, los Evangelistas se alzan dinámicos y dominando con fuerza sus símbolos; esto es: San Juan y el Águila, San Marcos y el león, San Lucas y el toro, y San Mateo y el ángel (3).

 


San Juan dirige su mirada hacia la gran explanada que da acceso al recinto, y aparece sobre el águila en una violenta torsión y en ademán de iniciar la marcha con un fuerte impulso. Sujeta el evangelio en sus manos y su afilada nariz secunda el pico del águila, que en acertado paralelismo gira la cabeza en la misma dirección. El águila parece querer emprender el vuelo, pero la pierna del evangelista, firme y terrenal, sujeta el ala desplegada con intención de que sus garras se mantengan aferradas al borde del basamento. Un intento de control absoluto del Evangelista sobre la huida de la inspiración. No quiero avanzar sin dar a conocer al lector que la imagen que nos ha llegado de San Juan a través de Ávalos es una modificación integral de la concepción original. Tanto la disposición del animal como el giro del cuerpo no cambiaron, pero la cabeza y la expresión fueron sustituidos. El boceto inicial contemplaba a un San Juan de avanzada edad, con el ceño fruncido, frente despejada y poblada barba. No quiso Ávalos representar a un joven apóstol sino a un evangelista curtido y longevo que acomete su tarea al final de su vida, pero un comentario de Franco, que le imaginaba mucho más joven, hizo que Ávalos rectificara la cabeza por la que actualmente conocemos. El lector juzgará el resultado, pero sospecho que tanto juventud como senectud son opciones válidas. La primera por aportar frescura al conjunto y la segunda (y descartada) por ser la opción primigenia elegida por el artista.

 

San Lucas sí obedece a la imagen del hombre maduro, recio y con barba larga. Está sentado a horcajadas sobre la testuz del toro de forma que una pierna pasa por encima y otra por debajo de los cuernos del toro. Llama la atención como los cuernos de éste se dirigen hacia atrás, aprisionando la escultura del Evangelista y compactando el conjunto. San Lucas somete al animal con el vigor de su cuerpo pero apoya su mano izquierda sobre el asta en actitud de leve caricia. Sujeta el libro con su mano derecha dando preponderancia a la visión frontal del conjunto.

 

San Marcos es el que presenta mayor complejidad y barroquismo. Dispuesto en un atrevido escorzo, torsiona todo su cuerpo de forma que deja a la vista su espalda y hombros, recios y corpulentos. Sujeta con fuerza el Evangelio y casi aparece en actitud de lanzarlo sobre el espectador. Apoyado sobre el lomo del león, denota más fiereza que el propio animal, el cual se muestra sereno a pesar de mostrar una de sus patas más adelantada en acción de avanzar. La melena del león, tosca y sin profundidades que distraigan la atención hace que el Evangelista obtenga todo el protagonismo del conjunto. A modo anecdótico, me gustaría reseñar que originalmente la figura del Evangelista aparecía prácticamente a horcajadas sobre el león, cambiándose finalmente por una monta de lado. Esta solución estética, aun dando mayor sensación de inestabilidad, otorga una visibilidad mayor a la poderosa anatomía de SanMarcos. Hay quienes incluso parecen observar que la cabeza está inspirada en el Creador que Miguel Ángel pintara en la Capilla Sixtina con esa secuencia rítmica que mueve los cabellos y la barba hacia atrás obligados por un fuerte viento.

 

Por último, San Mateo se nos presenta como el más sereno de los Evangelistas. Mantiene la cabeza erguida mirando hacia la lejanía, ausente de lo que sucede a su alrededor. Sus rasgos toscos contrastan con un bellísimo ángel de rostro hermoso y cabellos ensortijados que sostiene el libro donde ha de escribirse el primer evangelio. Sus alas, geométricas y sin plasticidad forzada sirven como base al grupo escultórico. Destaca el tamaño del ángel con respecto al Evangelista, ya que el efecto obliga al espectador a quedarse absorto en los bellos rasgos del ángel perdiéndose en la lejanía la figura de San Mateo.

En el segundo cuerpo de la cruz, encontramos las cuatro virtudes cardinales. Su tamaño, sensiblemente menor, que los Evangelistas, no obedece a motivos técnicos sino estéticos en cuanto al conjunto. La escala reducida era necesaria para armonizar la transición hacia el fuste. También la composición estaba supeditada a esa transición, de forma que cada una de las Virtudes se muestran de pie, de forma que el intervalo existente entre el volumen de la roca y la voluptuosidad de los Evangelistas, y las líneas puras de la cruz tuvieran una adaptación visual menos violente entre medias. La originalidad de este segundo cuerpo obedece a que tradicionalmente, las virtudes cardinales se han visto representadas por figuras femeninas, y Ávalos, en un alarde de valentía ejecutó una auténtica novedad iconográfica.

 

La Justicia se sitúa sobre San Juan. Porta la tradicional espada, aunque llama la atención su tamaño, ya que sobrepasa la cabeza de la figura masculina. En lugar de la balanza, porta las tablas de la Ley añadiéndole misticismo a la concepción de la virtud. La anatomía aparece cubierta por un manto de pliegues rectos y arquitectónicos que impulsan una concepción vertical de la escultura. La versión inicial era una composición donde predominaba la frontalidad. La espada era algo más corta y el manto se cerraba con unos duros pliegues en forma de zig-zag que caían hasta el suelo, donde podían verse los pies asomando en perfecta simetría y equilibrio con el cuerpo. Sostenía un candil con una llama encendida. El resultado final, con los cambios efectuados ofrece al espectador una mayor ligereza y movimiento.

 

También con las piernas abiertas, equilibrando la figura, Ávalos compuso la Prudencia. Con el torso desnudo y mirándose en un espejo que sostenía prácticamente frente a su rostro, fue modificada prácticamente toda ella. En el resultado final aparece totalmente cubierta, a excepción de sus brazos, uno de los cuales sostiene una serpiente, símbolo de esta virtud, cuya cabeza se junta con la de la figura. Situado sobre San Lucas, fija su cabeza también hacia abajo, dándole a la composición una sensación de verticalidad.

 

Sobre San Marcos se ubica la Templanza. El análisis de esta escultura es sencillo: un joven sujeta con vigor las pasiones mientras frena a tres seres monstruosos. Cuentan que Ávalos se autorretrató, quizá necesitado de expresar todas las dificultades a las que tuvo que enfrentarse.

 

Por último, la Fortaleza muestra una composición similar a la anterior. Con parte del torso desnudo, está acompañada por un fuste de columna que es su atributo característico y aparece sometiendo con fuerza a un ondulante reptil. Como el resto de virtudes, inclina la cabeza hacia abajo para facilitar la visión del rostro al espectador.

 

Una vez solucionado el problema estético de la cruz, se debía armonizar la amplia exedra que flanquea la puerta de entrada a la Basílica y centrar la atención del espectador desde cualquier punto de la explanada de acceso. La Piedad fue un problema interminable para Ávalos desde el inicio de los trabajos. No sólo hubo de hacer numerosos bocetos, sino que se llevaron a cabo tres versiones sucesivas. El boceto finalmente elegido mostraba a Cristo yacente en el suelo, gravitando sobre el regazo materno y con el brazo derecho extendido, cayendo por su peso; la cabeza exánime se inclina hacia atrás. La madre lo mira con expresión contenida, arrodillada ante él y girando el torso para entrelazar sus manos en actitud orante. Aún así, Ávalos albergaba dudas sobre las sombras que proyectaría la figura una vez instalada o si el brazo dificultaría la visión del rostro de la Virgen al observarse desde abajo. El modelo se amplió hasta un tercio de su tamaño real y se confirmaron las sospechas. No obstante, Ávalos aprovechó el modelo y lo esculpió en piedra para instalarlo en el panteón de sus padres en Mérida. En la versión final la Virgen separa sus manos; con una sujeta de la Cristo, mientras pasa el brazo derecho bajo su espalda mostrando así al espectador a su hijo muerto. Hay en el grupo escultórico un realismo muy español, y por español tal vez muy exagerado, en la figura del Señor, y la de la Madre refleja una unción y una dulzura infinitas. No queda más que reconocer que Ávalos dejó aquí una obra maestra: si el verismo del cuerpo de Cristo sobrecoge, la imagen bellísima de María tiene toda la expresión del dolor resignado. El que la contempla ya está preparado para penetrar en el interior del templo de los Caídos y comprenderlo.




 

Conclusión final

 

Podríamos dedicar miles de páginas tanto al análisis artístico de cada una de las obras, como a las motivaciones y a sus procesos constructivos. También podríamos continuar con la huella que dejó Juan de Ávalos en el interior de la Basílica en forma de arcángeles, pero para ser honestos, esa tarea correspondería a instituciones como la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de la que el propio Ávalos fue académico de número. Lamentablemente parece que sus sucesores se han olvidado de quienes le precedieron, y así encontramos defensas a ultranza de la obra de Ávalos en boca de sus coetáneos y compañeros de Academia Julio López o Venancio Blanco. El primero, absolutamente alejado de posiciones políticas que defienden el legado de Franco decía: «la obra de Juan de Ávalos es magistral y sólida», y que su obra en el Valle de los Caídos «enlaza con la tradición de Miguel Ángel y de las esculturas centroeuropeas». En la misma línea, Venancio Blanco decía que «su obra tiene ya un sitio 'importante' en el marco de la escultura contemporánea que refleja 'el modo que le tocó vivir'». Ambos escultores y académicos, brillantes ejemplos de una generación de artistas ya desaparecidos no están hoy aquí para defender el legado de Ávalos. Nos toca a las nuevas generaciones, a los que apenas compartimos un suspiro de su larga vida y estamos alejados de los círculos de poder que dictan nuestra opiniones, denunciar la tropelía que se pretende hacer destruyendo la obra de un artista universal. No estamos hablando de obras menores en propiedad de particulares o instituciones privadas, estamos hablando de un monumento acogido a Patrimonio Nacional. Un monumento de dimensiones inigualables en España. Un coloso equiparable a la Madre Patria en Volgogrado, al Cristo Redentor del Corcovado, a la estatua de la Libertad de Nueva York o al Buda gigante de Hong Kong. Posiblemente no exista un icono estatuario más significativo en España, y por su dificultad técnica y la ingente cantidad de medios materiales empleados, difícilmente se pueda construir algo similar en el futuro, por lo que pensar en hacerlo desaparecer es una aberración similar a la destrucción de los Budas de Bamiyan a manos de los talibanes o los Lamassus de Nínive a manos de integristas. La corriente iconoclasta debe superarse ya, en pleno siglo XXI y más en países que se precien de ser democracias maduras y civilizadas. Artistas como Juan de Ávalos, Espinós, Sanguino o Lapayese son la referencia para los que somos artistas hoy y lo serán mañana. Si nos despojan de las obras más importantes de los escultores de una generación que, por suerte o desgracia, le tocó vivir durante los cuarenta años del Régimen, ¿de que fuentes beberán los alumnos del futuro?. ¿Tendrán que renunciar a ver con sus propios ojos y emocionarse ante obras imperecederas y conformarse con estudiar las soluciones constructivas que encuentren en un antiguo manual? No deja de ser una posición egoísta que empobrece el patrimonio cultural, histórico y educativo de nuestro país. Nos llevamos las manos a la cabeza cuando leemos en prensa que una obra de Chillida fue vendida a un chatarrero por 30 euros pero institucionalmente se plantea destruir un monumento único en nuestro país y que causa asombro y admiración entre los extranjeros que nos visitan. ¿Acaso nos avergüenza una tradición religiosa de dos mil años en España? ¿Nos avergüenza el aclamado realismo escultórico español? ¿Debemos avergonzarnos por haber sido un pueblo capaz de acometer una obra colosal sin parangón en su época? Habrá opiniones de todo tipo pero en ningún caso un artista debe pagar haber nacido y vivido en determinado contexto histórico. Lo que nos ha traído hasta aquí es un informe firmado por algunos arquitectos sensiblemente politizados que afirman que el Valle de los Caídos no tiene valor artístico, pues bien señores: voy a ocupar la misma posición en la que se hallan los detractores, la posición presentista. Y remitiéndome a ella, les recuerdo que la última definición de arte en la que coinciden los expertos de hoy es la que formuló el catedrático José Jiménez y que afirma que “arte es todo lo que los hombres llaman arte”. Y yo hoy, desde esta humilde tribuna, les aseguro a todos ustedes que la obra de Juan de Ávalos es Arte.

 

Notas:

(1) El propio Arno Brecker, denostado por sus coetáneos después de la guerra e incluso siendo víctima de un manifiesto del lobby artístico fránces contra la exposición de una retrospectiva del conjunto de su obra afirmaba: “Nunca he tenido la intención de glorificar ningún sistema de gobierno a través de mi trabajo artístico. […] Si glorifico algo, es la belleza.”

(2) “algo monstruoso, que desde lejos no se sepa si es un hombre o si es una peña […] en armonía con las rocas tremendas de los alredores” Mendez citado por Fernández Figueroa en “Cuelgamuros, Valle de los Caídos” en Índice nº 68-69 de 30 de noviembre de 1953

(3) El águila es el símbolo del evangelio de San Juan por ser, de los cuatro, el más elevado espiritualmente. El toro es el de San Lucas porque su evangelio comienza con un sacrificio, y éste es el animal destinado a ello por excelencia. El león es el símbolo de San Marcos porque su evangelio comienza con San Juan Bautista, cuya figura es noble y fuerte. Y finalmente el ángel es el símbolo de San Mateo porque su evangelio comienza con la genealogía de Cristo, siendo una alusión al amor divino enviado a los hombres.