Llevamos siglos intentando dilucidar qué es arte y es
complicado que en apenas unas líneas aportemos la definición perfecta que
englobe “eso” que nos altera las emociones, llena nuestros vacíos vitales y nos
provoca una sensación de complicidad con el resto del mundo. Eso que podríamos
definir como un propósito estético que hace vibrar al alma. Si lo que nos ha
llevado hasta aquí es la negación de que el Valle de los Caídos tenga valor
artístico, vamos a demostrar en pocas líneas, aquí, que no sólo lo tiene, sino
que es referente y paradigma en muchos de sus aspectos.
¿Arte o propaganda?
El programa iconográfico
Antes de entrar en valoraciones estéticas, hagamos una
composición de lugar para el lector que no conozca y/o recuerde la disposición
de los trabajos escultóricos del Valle de los Caídos.
La gran cruz consta de tres partes: un basamento al que van
adosadas las figuras de los cuatro Evangelistas de dieciocho metros de altura,
sobre éste, otro más pequeño con esculturas que representan las Virtudes
Cardinales, todas ellas obra de Juan de Ávalos, y finalmente la cruz de ciento
cincuenta metros de altura. La puerta de entrada a la Basílica es de bronce, y
mide diez metros y cuarenta centímetros de alto por cinco metros y ochenta
centímetros de ancho. La puerta es obra de Fernando Cruz Solís y en sus
relieves presenta escenas de los misterios del Rosario y las figuras de los
apóstoles. Sobre la portada, otra escultura monumental de Ávalos: una Piedad de
doce metros de largo y cinco de altura. Antes de entrar a la nave, existe un
espacio intermedio con dos grandes arcángeles en actitud vigilante, obra de
Carlos Ferreira. LA entrada a la gran nave se hace a través de una reja forjada
por el artista José Espinós Alonso, que está conformada por tres cuerpos. En
los primeros, santos, héroes y mártires; encima, una crestería de ángeles y la
imagen de Santiago. La nave está dividida en cuatro tramos, desde donde se
pueden acceder a seis capillas que se abren a los lados, donde encontramos
obras de Ferreira, Mateu y Lapayese. A los Lapayese, padre e hijo, debemos los
trípticos en cuero y las estatuas de los apóstoles. Entre la decoración de las
capillas encontramos ocho tapices de la serie del Apocalipsis de San Juan que
cubren los espacios murales. Esta valiosa tapicería fue tejida en el siglo XVI
por el belga Guillermo Pannemaker y comprada por Felipe II. Desde la nave se
asciende al crucero por una escalinata de diez pasos, decorada por esculturas
representativas de los tres ejércitos, obra de Luis Sanguino y Antonio Martín.
En los laterales del crucero se abren dos capillas con obras de Lapayese. En el
centro y en exacta verticalidad con la cruz, está situado el altar mayor con
dos bajorrelieves realizados por Espinós, y sobre el altar, una talla de Cristo
realizada por Beovide y policromada por Ignacio Zuloaga. Sobre él, una
monumental cúpula, obra de Santiago Padrós que sirve de retablo al austero
altar.
Analizar, una por una, cada una de las obras supone un
trabajo prácticamente inabarcable, tanto por tratarse de un elevado número de
piezas como por la complejidad de las mismas en un tiempo donde escultores,
arquitectos y políticos colaboraban en el proceso creativo. No obstante, por su
relevancia y preminencia sobre el resto de obras escultóricas, quiero destacar
las estatuas adosadas a la gran cruz y la Piedad que completa la portada de la
Basílica.
Al pie de la cruz encontramos cuatro colosos representando a
los Evangelistas. Esta ingente cantidad de material esculpido no obedecería, en
un principio, a un motivo estético, a un ornato que tuviera sentido en sí
mismo, sino que servían como transición a las líneas puras de la cruz. Hubiera
sido demasiado brusco el paso del remolino y encrespamiento de las rocas al pie
de la cruz, y esto hizo pensar en una colaboración arquitecto-escultórica que
juntase el logro del efecto estético con la fuerza de la idea teológica. Pero
era preciso pensar en unas proporciones desmesuradas, alejadas de los cánones
habituales de cualquier creación de estudio, ya que de otra manera la obra
estaría destinada a desaparecer absorbida por la magnitud del Valle. Pero,
¿quién podría ser capaz de afrontar un reto de tal envergadura? El primer
atisbo de claridad sobre esta cuestión surgió durante la Exposición Nacional de
1950. Allí, un grupo escultórico de medio cuerpo titulado El héroe muerto
llamó la atención del general Franco. La espiritualidad de aquella obra, el
correcto uso de las proporciones humanas y la definición de los volúmenes en un
tiempo donde Rodin seguía siendo la medida de toda creación escultórica,
provocó que el arquitecto Méndez visitara al escultor una vez terminada la
exposición. ¿Y quién era Juan de Ávalos? Pues alguien no muy sospechoso de ser
adepto al Régimen. Exiliado en Portugal y con el carnet número cuatro del
Partido socialista en Mérida, Ávalos siempre defendió que el monumento fuera un
signo de paz y reconciliación, que no tuviera alusiones militares y que
sirviera para dar trabajo a la generación de artistas sacrificada por la
guerra.
No crea el lector que hubo plena sintonía entre escultor y arquitecto. Si bien Ávalos pretendía incorporar el barroquismo de la escultura religiosa españolas, Méndez apostaba por unas formas rústicas y salvajes, labradas toscamente (2). Finalmente, la combinación de ambas opiniones, dieron como resultado unas obras de gran brío y fuerza expresiva. Los cuatro Evangelistas se yerguen en toda su potencia espiritual en el primer tramo de veinticuatro metros del basamento de la cruz, pero no se muestran solos, sino que cada uno de ellos intercactúa y se integra plenamente con su representación iconográfica. Desde la Edad Media no se daba tanta importancia estética al Tetramorfos, y en esta ocasión se nos revela como protagonistas absolutos de la composición artística. Las referencias que teníamos del Tetramorfos, aparecían unidas bien a un Pantócrator (Cristo-juez) o a un Cristo en Majestad (Varón de dolores). Una vez superados el románico o el gótico sólo encontramos representaciones anecdóticas, y tuvimos que esperar siglos hasta que un artista quiso regalarnos una composición actualizada de un tema que tradicionalmente había estado muy sujeto a los convencionalismos iconográficos. Con una estructura piramidal, los Evangelistas se alzan dinámicos y dominando con fuerza sus símbolos; esto es: San Juan y el Águila, San Marcos y el león, San Lucas y el toro, y San Mateo y el ángel (3).
San Juan dirige su mirada hacia la gran explanada que da
acceso al recinto, y aparece sobre el águila en una violenta torsión y en
ademán de iniciar la marcha con un fuerte impulso. Sujeta el evangelio en sus
manos y su afilada nariz secunda el pico del águila, que en acertado
paralelismo gira la cabeza en la misma dirección. El águila parece querer
emprender el vuelo, pero la pierna del evangelista, firme y terrenal, sujeta el
ala desplegada con intención de que sus garras se mantengan aferradas al borde
del basamento. Un intento de control absoluto del Evangelista sobre la huida de
la inspiración. No quiero avanzar sin dar a conocer al lector que la imagen que
nos ha llegado de San Juan a través de Ávalos es una modificación integral de
la concepción original. Tanto la disposición del animal como el giro del cuerpo
no cambiaron, pero la cabeza y la expresión fueron sustituidos. El boceto
inicial contemplaba a un San Juan de avanzada edad, con el ceño fruncido,
frente despejada y poblada barba. No quiso Ávalos representar a un joven
apóstol sino a un evangelista curtido y longevo que acomete su tarea al final
de su vida, pero un comentario de Franco, que le imaginaba mucho más joven,
hizo que Ávalos rectificara la cabeza por la que actualmente conocemos. El lector
juzgará el resultado, pero sospecho que tanto juventud como senectud son
opciones válidas. La primera por aportar frescura al conjunto y la segunda (y
descartada) por ser la opción primigenia elegida por el artista.
San Lucas sí obedece a la imagen del hombre maduro, recio y
con barba larga. Está sentado a horcajadas sobre la testuz del toro de forma
que una pierna pasa por encima y otra por debajo de los cuernos del toro. Llama
la atención como los cuernos de éste se dirigen hacia atrás, aprisionando la
escultura del Evangelista y compactando el conjunto. San Lucas somete al animal
con el vigor de su cuerpo pero apoya su mano izquierda sobre el asta en actitud
de leve caricia. Sujeta el libro con su mano derecha dando preponderancia a la
visión frontal del conjunto.
Por último, San Mateo se nos presenta como el más sereno de
los Evangelistas. Mantiene la cabeza erguida mirando hacia la lejanía, ausente
de lo que sucede a su alrededor. Sus rasgos toscos contrastan con un bellísimo
ángel de rostro hermoso y cabellos ensortijados que sostiene el libro donde ha
de escribirse el primer evangelio. Sus alas, geométricas y sin plasticidad
forzada sirven como base al grupo escultórico. Destaca el tamaño del ángel con
respecto al Evangelista, ya que el efecto obliga al espectador a quedarse
absorto en los bellos rasgos del ángel perdiéndose en la lejanía la figura de
San Mateo.
En el segundo cuerpo de la cruz, encontramos las cuatro
virtudes cardinales. Su tamaño, sensiblemente menor, que los Evangelistas, no
obedece a motivos técnicos sino estéticos en cuanto al conjunto. La escala
reducida era necesaria para armonizar la transición hacia el fuste. También la
composición estaba supeditada a esa transición, de forma que cada una de las
Virtudes se muestran de pie, de forma que el intervalo existente entre el
volumen de la roca y la voluptuosidad de los Evangelistas, y las líneas puras
de la cruz tuvieran una adaptación visual menos violente entre medias. La
originalidad de este segundo cuerpo obedece a que tradicionalmente, las
virtudes cardinales se han visto representadas por figuras femeninas, y Ávalos,
en un alarde de valentía ejecutó una auténtica novedad iconográfica.
La Justicia se sitúa sobre San Juan. Porta la tradicional
espada, aunque llama la atención su tamaño, ya que sobrepasa la cabeza de la
figura masculina. En lugar de la balanza, porta las tablas de la Ley
añadiéndole misticismo a la concepción de la virtud. La anatomía aparece
cubierta por un manto de pliegues rectos y arquitectónicos que impulsan una
concepción vertical de la escultura. La versión inicial era una composición
donde predominaba la frontalidad. La espada era algo más corta y el manto se
cerraba con unos duros pliegues en forma de zig-zag que caían hasta el suelo,
donde podían verse los pies asomando en perfecta simetría y equilibrio con el
cuerpo. Sostenía un candil con una llama encendida. El resultado final, con los
cambios efectuados ofrece al espectador una mayor ligereza y movimiento.
También con las piernas abiertas, equilibrando la figura,
Ávalos compuso la Prudencia. Con el torso desnudo y mirándose en un espejo que
sostenía prácticamente frente a su rostro, fue modificada prácticamente toda
ella. En el resultado final aparece totalmente cubierta, a excepción de sus
brazos, uno de los cuales sostiene una serpiente, símbolo de esta virtud, cuya
cabeza se junta con la de la figura. Situado sobre San Lucas, fija su cabeza
también hacia abajo, dándole a la composición una sensación de verticalidad.
Sobre San Marcos se ubica la Templanza. El análisis de esta
escultura es sencillo: un joven sujeta con vigor las pasiones mientras frena a
tres seres monstruosos. Cuentan que Ávalos se autorretrató, quizá necesitado de
expresar todas las dificultades a las que tuvo que enfrentarse.
Por último, la Fortaleza muestra una composición similar a
la anterior. Con parte del torso desnudo, está acompañada por un fuste de
columna que es su atributo característico y aparece sometiendo con fuerza a un
ondulante reptil. Como el resto de virtudes, inclina la cabeza hacia abajo para
facilitar la visión del rostro al espectador.
Una vez solucionado el problema estético de la cruz, se
debía armonizar la amplia exedra que flanquea la puerta de entrada a la
Basílica y centrar la atención del espectador desde cualquier punto de la
explanada de acceso. La Piedad fue un problema interminable para Ávalos desde
el inicio de los trabajos. No sólo hubo de hacer numerosos bocetos, sino que se
llevaron a cabo tres versiones sucesivas. El boceto finalmente elegido mostraba
a Cristo yacente en el suelo, gravitando sobre el regazo materno y con el brazo
derecho extendido, cayendo por su peso; la cabeza exánime se inclina hacia
atrás. La madre lo mira con expresión contenida, arrodillada ante él y girando
el torso para entrelazar sus manos en actitud orante. Aún así, Ávalos albergaba
dudas sobre las sombras que proyectaría la figura una vez instalada o si el
brazo dificultaría la visión del rostro de la Virgen al observarse desde abajo.
El modelo se amplió hasta un tercio de su tamaño real y se confirmaron las
sospechas. No obstante, Ávalos aprovechó el modelo y lo esculpió en piedra para
instalarlo en el panteón de sus padres en Mérida. En la versión final la Virgen
separa sus manos; con una sujeta de la Cristo, mientras pasa el brazo derecho
bajo su espalda mostrando así al espectador a su hijo muerto. Hay en el grupo
escultórico un realismo muy español, y por español tal vez muy exagerado, en la
figura del Señor, y la de la Madre refleja una unción y una dulzura infinitas.
No queda más que reconocer que Ávalos dejó aquí una obra maestra: si el verismo
del cuerpo de Cristo sobrecoge, la imagen bellísima de María tiene toda la
expresión del dolor resignado. El que la contempla ya está preparado para
penetrar en el interior del templo de los Caídos y comprenderlo.
Conclusión final
Podríamos dedicar miles de páginas tanto al análisis
artístico de cada una de las obras, como a las motivaciones y a sus procesos
constructivos. También podríamos continuar con la huella que dejó Juan de
Ávalos en el interior de la Basílica en forma de arcángeles, pero para ser
honestos, esa tarea correspondería a instituciones como la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando, de la que el propio Ávalos fue académico de
número. Lamentablemente parece que sus sucesores se han olvidado de quienes le
precedieron, y así encontramos defensas a ultranza de la obra de Ávalos en boca
de sus coetáneos y compañeros de Academia Julio López o Venancio Blanco. El
primero, absolutamente alejado de posiciones políticas que defienden el legado
de Franco decía: «la obra de Juan de Ávalos es magistral y sólida», y que su
obra en el Valle de los Caídos «enlaza con la tradición de Miguel Ángel y de
las esculturas centroeuropeas». En la misma línea, Venancio Blanco decía que «su
obra tiene ya un sitio 'importante' en el marco de la escultura contemporánea
que refleja 'el modo que le tocó vivir'». Ambos escultores y académicos,
brillantes ejemplos de una generación de artistas ya desaparecidos no están hoy
aquí para defender el legado de Ávalos. Nos toca a las nuevas generaciones, a
los que apenas compartimos un suspiro de su larga vida y estamos alejados de
los círculos de poder que dictan nuestra opiniones, denunciar la tropelía que
se pretende hacer destruyendo la obra de un artista universal. No estamos
hablando de obras menores en propiedad de particulares o instituciones
privadas, estamos hablando de un monumento acogido a Patrimonio Nacional. Un
monumento de dimensiones inigualables en España. Un coloso equiparable a la
Madre Patria en Volgogrado, al Cristo Redentor del Corcovado, a la estatua de
la Libertad de Nueva York o al Buda gigante de Hong Kong. Posiblemente no
exista un icono estatuario más significativo en España, y por su dificultad
técnica y la ingente cantidad de medios materiales empleados, difícilmente se
pueda construir algo similar en el futuro, por lo que pensar en hacerlo
desaparecer es una aberración similar a la destrucción de los Budas de Bamiyan
a manos de los talibanes o los Lamassus de Nínive a manos de integristas. La
corriente iconoclasta debe superarse ya, en pleno siglo XXI y más en países que
se precien de ser democracias maduras y civilizadas. Artistas como Juan de
Ávalos, Espinós, Sanguino o Lapayese son la referencia para los que somos
artistas hoy y lo serán mañana. Si nos despojan de las obras más importantes de
los escultores de una generación que, por suerte o desgracia, le tocó vivir
durante los cuarenta años del Régimen, ¿de que fuentes beberán los alumnos del
futuro?. ¿Tendrán que renunciar a ver con sus propios ojos y emocionarse ante
obras imperecederas y conformarse con estudiar las soluciones constructivas que
encuentren en un antiguo manual? No deja de ser una posición egoísta que
empobrece el patrimonio cultural, histórico y educativo de nuestro país. Nos
llevamos las manos a la cabeza cuando leemos en prensa que una obra de Chillida
fue vendida a un chatarrero por 30 euros pero institucionalmente se plantea
destruir un monumento único en nuestro país y que causa asombro y admiración
entre los extranjeros que nos visitan. ¿Acaso nos avergüenza una tradición
religiosa de dos mil años en España? ¿Nos avergüenza el aclamado realismo
escultórico español? ¿Debemos avergonzarnos por haber sido un pueblo capaz de
acometer una obra colosal sin parangón en su época? Habrá opiniones de todo
tipo pero en ningún caso un artista debe pagar haber nacido y vivido en
determinado contexto histórico. Lo que nos ha traído hasta aquí es un informe
firmado por algunos arquitectos sensiblemente politizados que afirman que el
Valle de los Caídos no tiene valor artístico, pues bien señores: voy a ocupar
la misma posición en la que se hallan los detractores, la posición presentista.
Y remitiéndome a ella, les recuerdo que la última definición de arte en la que
coinciden los expertos de hoy es la que formuló el catedrático José Jiménez y
que afirma que “arte es todo lo que los hombres llaman arte”. Y yo hoy, desde
esta humilde tribuna, les aseguro a todos ustedes que la obra de Juan de Ávalos
es Arte.
(2) “algo monstruoso, que desde lejos no se sepa si es un hombre o si es una peña […] en armonía con las rocas tremendas de los alredores” Mendez citado por Fernández Figueroa en “Cuelgamuros, Valle de los Caídos” en Índice nº 68-69 de 30 de noviembre de 1953
(3) El águila es el símbolo del evangelio de San Juan por ser, de los cuatro, el más elevado espiritualmente. El toro es el de San Lucas porque su evangelio comienza con un sacrificio, y éste es el animal destinado a ello por excelencia. El león es el símbolo de San Marcos porque su evangelio comienza con San Juan Bautista, cuya figura es noble y fuerte. Y finalmente el ángel es el símbolo de San Mateo porque su evangelio comienza con la genealogía de Cristo, siendo una alusión al amor divino enviado a los hombres.