La primera vez que relacioné la escultura y la muerte fue
cuando mi padre me dijo: “La arcilla es vida, la escayola (el molde) es muerte
y el bronce es resurrección”. En aquel entonces no vi mas allá que un bonito
juego de palabras que se reflejaba en el proceso de creación escultórica. Mi
percepción, después de sufrir un infarto cuando trabajaba en una obra colosal,
es otra. En el momento que sabes que la parca está ahí, a tu lado, dudando si
llevarte o no con ella, te sientes terriblemente solo y terminas por
desprenderte del “título” de artista y de todos los artificios que lo
acompañan.
La vuelta a la vida y
al trabajo es complicada. Retomar el trabajo físico, manejar kilos y kilos de
barro no parecía buena idea, así que decidí continuar con un trabajo que tenía
en espera. Pareciere que todo había formado parte de un plan preestablecido
porque se trataba de una escultura funeraria, que bien podría haber sido para
mi panteón: Un Cristo de Medinaceli,
cautivo y torturado; modelado por un escultor cautivo de sus pasiones y
torturado por sus miedos.
Poco a poco nos fuimos encontrando el uno con el otro. Cerraba
sus párpados con la arcilla y al mismo tiempo me inundaba el sentimiento de
aceptación. Imprimía languidez en sus manos, y esa expresión serena y de
abandono ante lo inevitable me reconfortaba. He pasado por esa misma Pasión,
por esas mismas emociones: el dolor, el miedo, la fe, la responsabilidad…, y he
tenido la suerte de que la propia imagen de Cristo me sustentaba cada día.
Como decía mi padre, efectivamente, el bronce es la
resurrección. En bronce resucitó el de Medinaceli y en plena consciencia
resucitó su escultor. Detrás de cada obra hay una historia, y en este caso
podemos contarla gracias a uno de esos clientes particulares, que en el ánimo
de trascender a su propia vida, encargó una obra espiritual que Dios puso en el
camino que yo estaba recorriendo hacia mi nueva vida.