El arte es la materialización de un delirio

viernes, 7 de febrero de 2025
Moratalaz:
historia de un Encuentro
El 4 de febrero de 2025, el presidente de la Junta Municipal de Moratalaz
inaugura, la restauración de la emblemática escultura que dio nombre a la Plaza
del Encuentro
Por Amanda González
Los que hemos crecido en una gran ciudad, tenemos cierta
sensación de que esa ciudad se limita a nuestro barrio. El barrio viene
a ser ese sentimiento de localismo que puede tener un trujillano respecto a
Cáceres o un macoterano respecto a Salamanca. Es el lugar donde hemos crecido y
donde, posiblemente, hemos sido inmensamente felices. Es el descampado donde
jugábamos al futbol, el parque donde tu primer amor y tú os escondisteis para daros
un beso, o el callejón donde aprendiste a aspirar el humo de un cigarrillo
robado a tu padre. El barrio son los recuerdos de tu infancia y juventud que
provocan humedad en tus ojos cuando asaltan tu mente, la forja de carácter para
los jóvenes y añoranza para los más viejos.
En Madrid permanecen algunos de esos barrios con sabor a
nostalgia, y uno de ellos se llama Moratalaz. O Morat Alfaz. Un campo sembrado
en altura que fue concedido a la Orden de Calatrava en 1206, y que fue pasando
de mano en mano hasta que la capital de España decidió expandirse hacia la
carretera de Valencia.
No fue hasta los años 60 del siglo pasado, cuando Moratalaz
tomó conciencia de si mismo y decidió convertirse en refugio de quienes
llegaban a Madrid con la esperanza de encontrar un futuro mejor. Fue en
aquellos años en los que el Madrid actual comenzaba a configurarse como ciudad
abierta a emigrantes, venidos de todos los rincones de la geografía española,
en busca de nuevas oportunidades, cuando la empresa constructora Urbis se
encargó de dar forma al barrio de Moratalaz. En 1957, el régimen de Franco creó
el tan añorado, actualmente, Ministerio de la Vivienda poniendo en marcha
inmediatamente el Plan de Urgencia Social. Urbis se apresuró a comprar la
mayoría de los terrenos del nuevo barrio proyectado, y el Ministerio acordó con
la empresa la construcción de 500 viviendas subvencionadas para dar una
solución habitacional urgente. Siendo Urbis, en aquel entonces, una
constructora solvente y de gran proyección, se atrevió no con 500, sino con
5.000 viviendas.
Los moradores de aquellas 5.000 viviendas formaron familias
y construyeron su hogar en aquel barrio receptor de nuevos madrileños, que
lejos de sentirse en tierra extraña, crearon un Moratalaz con carácter propio.
Aquellos vecinos, totalmente decididos a lograr que el barrio prosperara, lo
llenaron de niños hasta ganarse el sobrenombre de “el barrio del chupete”, y
fruto de aquel empeño y consecuencia del transcurrir de las vidas de los
vecinos, Urbis les regaló dos hermosas maternidades en forma de escultura. Don
Manuel de la Quintana, fundador de la empresa constructora, encontró en el
escultor Marino Amaya el cómplice perfecto para dotar al barrio de iconos
visuales con los que los vecinos se sintieran representados. Amaya, escultor
leonés afincado en Madrid, era conocido como El escultor de los niños. Sus figuras
infantiles, redonditas, de volúmenes sencillos, desprendían una infinita
ternura. Niñas con su muñeca o montando en bici; niños con sombreritos de papel
o jugando con caballos de madera; grupos infantiles jugando a «saltar al burro»
o al corro de la patata. Esculturas que desbordaban inocencia y alegría de
vivir.
El escultor Amaya creó varias obras que llenaron los
jardines de los bloques de pisos que comenzaron a llenar Moratalaz de vida.
Tanta, que fruto del paso del tiempo y de la aparición de los vándalos, fueron
desapareciendo. Cabe decir, que todas las esculturas se tallaron en piedra de
Colmenar, y aunque esta es un material que resiste bien la intemperie, no
aguanta tan bien los embistes destructivos de los enemigos de los bienes
comunitarios.
La única escultura que ha aguantado en pie, ha sido una
hermosa maternidad formada por una robusta madre con un niño en brazos y otro,
más mayorcito y juguetón sujeto para no salir corriendo. Esta maternidad,
recientemente restaurada con una limpieza profunda se encuentra en la plaza del
corregidor Alonso de Aguilar. Peor suerte corrió el grupo escultórico que daba
nombre a la plaza del Encuentro. Una mamá, arrodillada para quedar a la altura
de su pequeño, le espera con los brazos abiertos, mientras el niño se lanza
hacia ella con sus bracitos también extendidos. De aquellas esculturas solo
quedó la base que sostenía al niño y el torso de la madre. Sin saber muy bien
qué hacer con aquellos restos, la Junta municipal del distrito los instaló a la
entrada de su sede haciendo de ellos un símbolo. Muchos de los que llegaban a
la Junta a arreglar papeleos sabían perfectamente que aquella piedra sin brazos
ni piernas fue antaño una madre. Otros, los vecinos más nuevos, no sabían de
qué se trataba aquella mole pétrea, e incluso sospechaban que podía tratarse de
un hallazgo arqueológico encontrado durante las excavaciones de alguna de las
innumerables obras de acondicionamiento urbano.
Fue en 2016, dentro de la iniciativa «Decide Madrid» del gobierno de Manuela Carmena, cuando se escuchó a los vecinos pedir la restitución del grupo escultórico justificándolo como que: «Es un sentir casi unánime de los vecinos del distrito de Moratalaz que este grupo escultórico es un emblema histórico de nuestro distrito hasta su destrucción por el vandalismo.» En 2021, el portavoz adjunto de Vox en el distrito de Moratalaz preguntaba en la sesión ordinaria del 12 de mayo por el destino de los restos del monumento al Encuentro y que, ya que estaban abandonados en las dependencias de la Junta Municipal, si se había pensado en una posible restitución. En marzo de 2024, Vox volvió a insistir y esta vez su petición fue escuchada. Un nuevo concejal presidía el distrito de Moratalaz, y casualmente era tan leonés como el escultor Marino Amaya, fallecido diez años atrás. Ignacio Pezuela recogió el testigo. Estaba decidido a recuperar la memoria histórica del barrio, y sucedió lo que nunca visto antes: un responsable político llamando a la familia de un artista fallecido para consultar la mejor manera de honrar su obra.
Carambolas del destino que el hijo de Marino Amaya había
heredado la profesión de su padre, y aunque el estilo y la temática de su obra,
había tomado otros derroteros, nadie conocía tan profundamente la obra de su
padre como él. Salvador Amaya no era ningún desconocido en Madrid. A pesar de
que el ayuntamiento de la Capital, jamás le había proporcionado encargo alguno
ni financiación, Salvador había conseguido erigir importantes monumentos
públicos. Abrió la puerta —que llevaba cerrada al menos ocho décadas— a la
escultura de corte histórico militar con un gran monumento al marino Blas de
Lezo, gracias a ganas un concurso internacional de carácter privado. La estatua
se ubicó en los Jardines del Descubrimiento en tiempos de Ana Botella con una
gran inauguración a la que asistió la plana mayor de la Armada, numerosos
políticos de prestigio, miles de ciudadanos que con sus aportaciones económicas
habían hecho posible el monumento, así como el embajador de Colombia y el Rey
emérito don Juan Carlos I de Borbón. Al monumento a Blas de Lezo siguieron el
erigido en conmemoración a los Héroes de Baler (más conocidos como Los Últimos
de Filipinas) en los Jardines de la Plaza del Conde de Valle-Suchil, y el
monumento a La Legión en la Plaza de San Juan de la Cruz con motivo del
centenario de su fundación, ambos sufragados por suscripción popular.
Esta vez, Amaya, se enfrentaba a un reto técnico y
emocional. Por una parte, debía dejar atrás su estilo clásico y realista para
abrazar una figuración esquemática donde apenas importaban las proporciones y
la corrección anatómica. Ni siquiera las formas importaban, solo los volúmenes;
pero esos volúmenes debían representar claramente una realidad física y unas
emociones. No era tarea fácil, y aunque conocía bien la obra de su padre, viajó
a Ronda a ver en directo la que posiblemente era la mayor colección de
esculturas de Marino Amaya. Quiso la providencia que la Fundación Unicaja
recopilara todas las obras que atesoraba de Marino Amaya y las mostrara en una
exposición que duraría todo el verano de 2024. Allí se presentó Salvador,
cámara en mano, aunque cuando la vigilancia se despistaba, no podía resistir la
tentación de acariciar aquellos volúmenes suaves y redondeados. Piedras y bronces
daban cuenta de la evolución de un artista que había pasado por modelar niños
tristes —posiblemente inspirados en recuerdos de su infancia—, niños juguetones
—recuerdo de sus hijos— y maternidades —reflejo espiritual de una época donde
primaba el sentido de familia por encima del individualismo hedonista—.
Una vez superadas las dudas estilísticas, Salvador tuvo que
decidir cuál era la mejor manera de recrear y respetar la obra perdida. Solo
contaba con dos fotografías muy antiguas y los restos vandalizados custodiados
en la Junta de Distrito. Estos últimos le servirían para calcular las
dimensiones de la obra original. En cualquier otro caso, Salvador habría
empezado a modelar desde la nada, pero existiendo una base, decidió que solo
modelaría las partes desaparecidas, aunque cabe recordar que del niño que corría
hacia la mamá no quedaba rastro. Se escanearon los restos de la madre y la base
donde apoyaban los pies del niño, y se reprodujeron a escala real en escayola.
A partir de ahí Salvador modeló las piernas, brazos y cabeza de la madre. El
niño hubo de crearlo desde cero. Cierto es que en la base vandalizada se podía
apreciar el arranque de los piececitos desnudos, pero no había más. Y las fotos
eran tan antiguas que apenas se apreciaban detalles, así que Salvador tuvo que
recurrir a su madre para que le resolviera dudas como si el niño llevaba o no
pantaloncitos. El niño quedó desnudito, de cintura para abajo. Tal y como era
el original. Original creado en una época donde nadie se escandalizaba por ver
a un nene con la pilila al aire. De hecho, la que suscribe recuerda su
niñez en la playa de Torremolinos sin más preocupación que la de jugar al ritmo
de todos los estímulos que produce en un niño salir de su rutina.
Volvamos al encuentro de El Encuentro. Tanto Salvador, el
escultor, como Ignacio, el concejal, estaban de acuerdo en que había que evitar
que los sempiternos vándalos volvieran a hacer de las suyas. Acordaron que el
monumento no sería de piedra como el original, sino de bronce. Para destrozar
una escultura en piedra basta con una maza u objeto contundente; vandalizar un
bronce ya es harina de otro costal. No hay más que echar la vista atrás y
recordar como en 1972 se rescataron del mar Jónico dos magníficas esculturas de
bronce del siglo V a.C. en perfecto estado de conservación. Una vez que madre e
hijo volvieron a tomar forma, el propio escultor hizo los moldes (necesarios
para el proceso de fundición en bronce), y los llevó a la Plataforma Artística
Ponce, una fundición con muchos años de experiencia a sus espaldas, y en quien
Salvador confió para que reprodujeran fielmente en bronce el modelado en barro.
El 20 de diciembre de 2024, Moratalaz recuperó un cachito de
lo que fue. Moratalaz se ha mantenido lleno de vida, con las mismas esperanzas
de futuro y el mismo sentimiento de comunidad de vecinos. No en vano, los hijos
de aquellos primeros moradores han formado sus propias familias en el mismo
barrio que los vio nacer. Ese 20 de diciembre Moratalaz volvió a ser Moratalaz.
Aquel barrio nacido de la necesidad de acoger nuevos madrileños, protegido por
el Ministerio de la Vivienda, levantado
por la empresa de don Manuel de la Quintana y dotado plásticamente por el
escultor Marino Amaya, recobraba su memoria gracias a la sensibilidad de un
concejal leonés y al buen hacer de un escultor madrileño. El primero ha honrado
su cargo, y el segundo a su padre. ¿Qué más se puede pedir?